Una flor aplastada / por la suela de goma / de una bamba por ejemplo. Ahí acaba el verso. Ahí acaba el verso del poema. Ahí acaba el verso del poema y comienzo yo. ¿Quién? Yo, el interlocutor obtuso que debe hablar de un libro y comienza hablando de otro, pero que puede incluso ir más allá en la intertextualidad y citar como abogado de oficio al rey de moda, un tal Enrique, apellidado Vila-Matas, nacido en Barcelona en el 48, según reza en la solapa de su último libro, Montevideo, nombre a su vez de la capital de un país que desconozco, a pesar de haber nacido allí.
¿Hablo de mí? No. Hablo de lugares que no existen. Si me apuras ruidos sordos. Y si prefieres un tono mayestático del sonoro silencio que no aprende a dormir bajo las cicatrices.
Voy a unir los cabos sueltos, por contradictoria e inútil que me resulte esa tarea.
Vila-Matas, en las primeras páginas de su Montevideo, enumera una serie de tendencias narrativas, y da cinco opciones. La tercera es la única que define la literatura que puede conmoverme: la de quienes no lo cuentan todo.
Y la literatura de quienes no lo cuentan todo es un artefacto, un puzle, y debe rastrearse en las migajas que van dejando como summum esos autores de astucia enjabonada a los escaladores que no temen caerse.
Por eso arranco con un verso de Iria Fariñas para hablar de Iria Fariñas, por eso mezclo Iria poeta con Iria narradora, porque si no fuesen piezas de un magnético rompecabezas seguiría ahora mismo aquí diciendo no sé qué de Vila qué… Ok. Prosigo. Detenerme en cada cuento de Ruido de Cicatriz y analizarlos pormenorizadamente sería como describir un cuadro a través de la composición de los distintos óleos utilizados para conseguirlo. Podría en cambio bosquejar la estructura del libro al amparo de las cadencias estilísticas y temáticas que dinamizan el conjunto, y tendría para esto abundantes basas, ya que no se trata de una obra que cambie de posturas sobre el mismo asiento. Pero prefiero el trampolín de la abstracción y hablar de lo flotante, lo que carga el ambiente durante la lectura y permanece, mientras rellenamos la cerveza e intentamos mirar para otro lado, como una cicatriz –perdón por el atajo-.
Y eso que flota es el leve sonido de una interferencia que el hábito torna inaudible pero que, guarecida entre celebraciones y platos sin lavar, nos asecha desde que arrancamos la primera fruta sin saber que el árbol éramos nosotros, y que nosotros, por tanto, no es más que un disfraz de la otredad. Y si algo propone la literatura es precisamente el viaje hacia lo otro, y los personajes de este libro son puertas de esos territorios que creíamos ajenos hasta que nos interfieren, y aunque parezca que ahora cuadra el argumento me refiero justamente a lo contrario, a lo que no cierra, porque lo que cierra definitivamente no deja huella y antes de colarnos en la fiesta del lenguaje para estar a salvo sería mejor poner la tele.
Por eso para decir Iria dije Enrique y luego nuevamente Iria y si continúo acabaré diciendo Julio, porque la literatura cuando va a la llaga conversa consigo misma, y los versos de Iria nadan en los cuentos de Iria y desembocan en las costas del Montevideo que hace unos meses fundó un tal Vila-Matas para alimentar la llama y conseguir que, como quería Cortázar -ya estoy diciendo Julio- acaben siendo todos los fuegos el fuego.
Nelo Curti.