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Sombreros

 

Un episodio sobre sombreros, pero también sobre gorritos y accesorios afines.

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Leímos, vimos y escuchamos las siguientes obras: De Juan Francisco Fuentes Aragonés e Isabel Martín Sánchez, Boina/sombrero una dicotomía social y simbólica en la España del siglo XX; de Luigi Amara, Historia descabellada de la peluca; Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carrol; Roja esfera ardiente, de Peter Linebaugh; El Sombrero. Su pasado, su presente y su porvenir, escrito por varios tipos; de Freud, La interpretación de los sueños; el documental sobre la vida de Oliver Sacks titulado Oliver Sacks, una vida y dirigida por Burns; el relato sobre el caso clínico del Doctor P., también de Oliver Sacks; la película Esquilache, de Josefina Molina; una canción para el intervalo: Etta James interpretó para nosotros Leave your hat on; las cortinas de Boris Garcés y el final de Diego L. Monachelli con su Divertimento para caracoles.Al final Sebastián habló sobre el turbio origen del conejo que sale de una chistera como número de magia.

Cualquier denuncia o elogio puede dirigirse a naufragioenmarcha@proton.me

En el conversatorio escucharon a Juanma, Sebastián y Pedro.

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Sobre la técnica

Charlamos sobre la técnica. Un tema inmenso e inabarcable, al menos por nosotros, que nos atribuimos el mérito de no resolver ningunas de la preguntas que nos plantea con una precisión técnica indiscutible.

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Hablamos sobre determinismo tecnológico, autonomía de la técnica y automatismos sociales.

Al final del programa, como siempre, hubo noticias de actualidad, esta vez alguna publicidad de productos que pueden interesarte si eres urólogo y golfista.

Sonó un tema de Fernando Cabrera, Viveza.

También, como siempre una sintonía de Boris Garcés.

Las opiniones y desaciertos son responsabilidad de Juanma, Sebastián y Pedro.

 

 

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La violencia

Empezamos, como siempre, con una editorial que no guarda tanta relación con el tema, pero que tiene, quizás, la virtud de ser un poco ligera, porque la cuestión que tratamos cuando termina es dura, hablamos sobre la violencia.

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Dejamos caer algunas referencias, charlamos sobre textos que reflexionan sobre la violencia en las sociedades primitivas, sobre su origen, acerca de las formas que asume en la modernidad y qué dificultades acarrea su definición.

Pasamos un buen rato comentando el libro de Pierre Clastres, Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas, 1977.

También hablamos de Sorel, de Arendt, Postone, Jappe, Girard, Menke y más autores.

Como siempre, sintonía de Boris Garcés y cierre con un divertimento para caracoles de Diego Monachelli. También sonó un tema de Agarrate Catalina titulado La violencia.

Al final, Sebastián repasó los recortes de prensa que encontró nuestro bibliotecario, entre los que se narra la historia de la «condesa sangrienta».

Nos quedamos con las ganas de profundizar en varios puntos: por nombrar solo dos, podríamos haber leído más a González Calleja

y podríamos haber comentado con detalle la excelente película de Valentina Maurel Tengo sueños eléctricos (2022)

 

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El reloj

El reloj

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Hablamos de la película Disturbios (Cyril Schäublin, 2022), una estampa de la industria del reloj y la anarquía en un pueblo suizo del siglo XIX; intentamos recorrer históricamente el desarrollo técnico de los relojes desde la observación de la caída del sol, las clepsidras y los relojes de sol hasta el cronómetro marino; explicamos con incontestable claridad la relación entre el automatismo y la relojería; salió el tema de la sincronización; mentamos a Mumford, Postone, Needham, Thompson, Le Goff, Marx, Gille, Poppe, Woodcock, Mau y Prieto, que nos perdonen todos ellos.

Para terminar, Sebastián habló del reloj de Acaz, que no fue el único coso bíblico del programa, también le hicimos hueco a un tema de la banda Vox Dei, Sapienciales.

Como siempre, sintonía de Boris Garcés y cierre con un divertimento para caracoles de Diego Monachelli.

Editorial

La broma de este programa, o mejor dicho, la esencia de este programa, que es ser un chiste sin mucha gracia, consiste en representarlo todo por fragmentos y luego establecer una totalidad que quepa en un episodio. Pero el problema que se nos presenta hoy es novedoso: traemos un tema en el que ya cabe todo nuestro repertorio. Es cierto que hablamos un día de escaleras, y el aleph estaba en el reverso de una escalera. También tocó el tema del circo, o del boxeo, y las metáforas se expresan solas, porque aquellos eran mundos cerrados, mundos dentro de otros mayores, pero representando, por encima o por debajo de nuestras calidades, la totalidad de la vida a pequeña escala. Hoy nos toca hablar del fragmento que contiene realmente a todos los demás, pero, paradójicamente, si uno echa un vistazo en su interior, está vacío.

Pero no me quiero poner intenso, bajemos a tierra. Qué digo a tierra, al polvo del lejano oeste, que es lo más terrenal posible:

El sheriff Will Kane, interpretado por Gary Cooper, espera a Frank Miller y sus bandidos, que llegan en el tren del mediodía para coserlo a balazos por los años pasados en prisión. Kane se va quedando solo, desfilan por la pantalla los rostros que lo abandonaron y cada fotograma está apuntalado por un tic tac y por el balanceo de un péndulo de bronce. El tiempo del espectador y el del héroe en la pantalla coinciden: la catarsis es posible porque es tangible el sufrimiento.

Muchos creen encontrar el grado máximo de la angustia en fantasías que nos dejan atrapados en el tiempo; la repetición es falsamente desesperante, tal vez nos reconforta y la ficción más extravagante sobre los días idénticos tiene dificultad para imitar la monotonía real a la que ya estamos hechos. No da tanto miedo seguir dando vueltas a la noria, porque, ¿cuántas vueltas van? No, la amenaza mayor es que el tiempo anuncia, con cada movimiento, que no solo no nos tiene atrapados, sino que a cada segundo nos quiere soltar la mano.

Entonces ahí está Wayne, mirando de reojo cómo las agujas van augurando la llegada del tren de los bandidos, y nosotros, mientras tanto, pensamos que quizás, la mejor solución para no andar tan desesperados como él, en lugar de dejarlo solo, que eso es traición y queda feo, nos conviene ver su silueta cada vez más nítida y grande por la ventanilla de nuestro vagón y con las manos en las cartucheras dejar que ese pobre existencialista, su reloj y el pueblo entero sepan que en este podcasts en lo último en lo que pensamos es en la muerte.

 

 

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El ajedrez

¿El ajedrez es un juego de guerra? ¿Es posible jugar partidas de ultratumba? ¿Puede un ajedrecista profesional caer en manos de una secta religiosa? ¿Un matemático es necesariamente un buen jugador? ¿Cómo era un club de ajedrez de San Petersburgo? ¿Qué pasa si alguien quiere robarle la ropa a un jugador profesional? ¿Hay un origen valenciano del ajedrez moderno? ¿Qué vale un peón?

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Los disparates corren a cargo de Juanma, Sebastián y Pedro. Disfrutaron de la sintonía de Boris Garcés, del cierre de Diego Monachelli y, en el medio, metí un tema de Arcade Fire titulado Deep Blue.

Ajedrez mongol expuesto en la Kunstkamera de San Petersburgo

 

 

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La utopía

A partir de algunas lecturas de Buber, Zamiatin, Mercier, Morris, K. Le Guin, Atwood, Mumford, Rouvillois, Ellul, Marx, Moro, Platón, Peramás, Lapouge, Wunenburger, Gabel, Suvin y de otros autores que leímos mal, de manera fragmentaria y equivocada, nos tiramos un buen rato hablando del concepto y la experiencia de la utopía.

Entre los temas que tocamos están los rasgos de la utopía, las cuestiones del cambio social, las distopías y las antiutopías, y una curiosa historia sobre cubertería.

 

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Estuvimos hablando Sebastián, Juanma y Pedro, y sonó la sintonía de Boris Garcés, un tema de Still Pigeon, Tippy Toes, y el cierre de Diego L. Monachelli.

Editorial

Esta editorial es siempre una forma de anticipación. Un texto a vuelapluma que quiere ser como la recepción de una boda de pobres, con un aperitivo que coincide extrañamente con el menú en sus ingredientes y confección, pero que viene en platitos más pequeños; un intento de compensar a los impacientes y al mismo tiempo el retraso intencionado del gran momento, como una profecía autocumplida. El Naufragio tarda, tomen un consuelo, y el consuelo es nada menos que la tardanza misma. No sean atolondrados, el Naufragio va a comenzar, esto es una muestra, la versión de prueba, un poco el ideal de lo que viene, el plan de una emisión perfecta, uno de esos retratos de un prócer que nadie vio pero que se imaginan, la distorsión de una realidad que no existe, y también un sueño, en el sentido más llano, es decir, algo de modorra, los músculos que se van desperezando, una lagaña demasiado aferrada a nuestro cuerpo, la crisis del despertar, un trauma que reproduce cada mañana lo peor. También les digo que, si la vida es la muerte demorada, como dice un cantor, tampoco es buen plan andar con tanta impaciencia. Acomódense en esta editorial, que no les suelta el brazo, es cierto, pero no piensen solo en todo lo que tiene de angustioso, también en lo reconfortante que puede ser todavía no haber llegado a nada ni a ningún lado. Acaricien la belleza de lo que todavía no es, pero sin esperanza, sean, por favor, los oyentes desesperanzados que necesita esta utopía para no volverse un sueño de eterna insatisfacción. Escuchen este episodio sin maquinaciones ni planes previos y suspendiendo la incredulidad, pero sin expectativas y siempre listos para el conflicto y la decepción.

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La pobreza

En este episodio charlamos sobre la pobreza, también sobre el progreso, y todo a partir de un excelente y documentado ensayo de Juanma Agulles, La negación de la virtud: una historia sobre la pobreza y el progreso, Virus, 2023.

La noticia del final relata episodios de la vida de Madame Pimentón.

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Gustave Van de Woestyne, Hospitalidad para los extranjeros, 1920.

https://www.viruseditorial.net/es/libreria/libros/642/la-negacion-de-la-virtud

Como siempre, cortina de Boris Garcés y cierre de Diego Monachelli. Esta vez sonó también un tema de Batoi (https://canyadelamuntanya.bandcamp.com/album/batoi), La felicitat.

 

 

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El boxeo

Charlamos un rato sobre boxeo. Hubo, como siempre, cortina de Boris Garcés. Sonó un tema de Emiliano Colta, La chacarera de los locos, donde hubo arreglos e instrumentos de Mauro Papalia y Rubén Jurado (viola). Al despedirnos se quedó sonando El divertimento para caracoles, de Diego Monachelli.

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Probablemente el más descaradamente dolinesco de nuestros episodios.


Editorial

En una esquina del cuadrilátero, El gringo Miras, oriundo de la ciudad de Montevideo, zapatillas blancas con dispersos puntos de WD40, testigos de grasa de la cadena de una bicicleta que explica las piernas vigorosas sobre las que se alzan unos sesenta y cinco kilos hasta rozar el metro ochenta; diríamos que es extraordinaria estatura, la de un coloso, si no fuese tan común. Púgil constante y madrugador, conocido en su tierra como el sherpa del cerro Catedral, se hizo famoso por pelear con las gafas puestas y terminar venciendo, intacto, pero sin ellas.
Agulles, en la esquina opuesta, alias el Puncho, pegador de los gimnasios del barrio del Pla-Metal, la cantera alicantina del pugilismo de la que salen todos los boxeadores que provienen de ese mismo barrio; no es alto pero es de mucho hueso, con una técnica depurada, paciente, de aguantar asaltos, de hecho lo asaltaron ayer en una gasolinera para robarle el tabaco y quince pesos.
Y queda, esto es rarísimo, en el perímetro de la doce cuerdas un combatiente, ciudadano del mundo el muy cursi, ya vino noqueado de casa, mordisqueando un cacho de lona, alto en su ciudad de nacimiento, que no es Liliput, Pedro O’Coinor, el espontáneo de la esquina neutral que por desidia o indiferencia nadie se ocupó de expulsar del recinto.

Son tres los aspirantes, un número alto y escandaloso para este deporte, pero compensan a la baja en la elocuencia y la esperanza, ninguno tiene ilusiones, y que dios o el diablo nos salve de que alguien espere algo de ellos; los promotores del boxeo falsificaron sus documentos, trucaron las categorías y las edades para evitarlos, por densos. Ya llega, señores y señoras, ante millones de radioyentes, con la tabla de salvación pinchada, El Naufragio en Marcha.

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Medea

En este episodio conversamos sobre la tragedia de Medea y algunas de sus representaciones. En la parte de sucesos de ardorosa actualidad nos tocó hablar del caso Marguerite Steinheil.

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Editorial

Hay una plaza, por el centro de la ciudad, que está llena de ficus. Cuando era un muchacho pensaba que la taxonomía del ficus se limitaba a unas pocas variedades de arbustos escuálidos y temblorosos cuyo único hábitat posible eran las salas de espera de los dentistas. La pampa tiene el ombú, el doctor Gutiérrez tiene un ficus, un empapelado color sepia de los años setenta y una hilera de butacas para que espere la gente con dolor de muelas. Pero los ficus macrophylla son enormes, son altos y las raíces marcan una perímetro irregular de cordilleras que le tapan el sol a las hormigas, y por las que saltan los niños cuando juegan a dar la vuelta a la planta gigante sin tocar el suelo. Al lado de la plaza, hay bares, y detrás, una biblioteca que no tiene libros, una sala de luz fría para sacarse oposiciones, exámenes y cosas de esas.

Porque no somos chicos, para andar saltando entre raíces, ni hormigas, para fascinarnos con accidentes geográficos de un plaza, atravesamos la biblioteca y dimos con un salón de actos donde había un tipo diciendo que hay que reivindicar los anacronismos. Y, digamos que no estábamos muy de acuerdo. Pero tampoco sabíamos decir exactamente por qué. Alguno tenía la idea de que el anacronismo es un recurso medio tramposo y divertido para justificar cualquier disparate o para hacer pasar por recurso pedagógico la falsificación de unos títulos expedidos por el ministerio del pasado. Por supuesto, tal vez había en Grecia higueras australianas, aunque ellos no lo supieran, aunque solo llegase a ser cierto hoy. No había más remedio que ir a las fuentes clásicas. Pero, ¿por dónde empezar? Alguien recordó que la mamá de Eurípides vendía perejil, pero otro dijo que eso decían sus enemigos para difamarla, quién sabe, tal vez un cliente de la verdulería que se vengaba por la calidad del género. Bueno, empecemos por ahí, por el perejil, que es una planta pequeña y que a falta de aspirinas sirvió alguna vez para aliviar el dolor de muelas. Empecemos, entonces, por los anacronismos de una obra cualquiera, yo qué sé, por ejemplo, podríamos empezar, por qué no, con la historia de la ex de Jasón, con la tragedia de Eurípides sobre la desgraciada vida de la señora Medea.


Como siempre, cortina de Boris Garcés, también una canción bellísima del mismo joven, titulada Acertijo, y para terminar hubo un Divertimento para caracoles, composición de Diego L. Monachelli. Los divagues corren a cargo de Sebastián Miras, Nelo Curti y Pedro Coiro; los aciertos fueron todos de Juanma Agulles, que en esta ocasión no pudo acompañarnos.

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Mensajes en una botella

Sobre Ruido de cicatriz (Iria Fariñas, 2023)

Una flor aplastada / por la suela de goma / de una bamba por ejemplo. Ahí acaba el verso. Ahí acaba el verso del poema. Ahí acaba el verso del poema y comienzo yo. ¿Quién? Yo, el interlocutor obtuso que debe hablar de un libro y comienza hablando de otro, pero que puede incluso ir más allá en la intertextualidad y citar como abogado de oficio al rey de moda, un tal Enrique, apellidado Vila-Matas, nacido en Barcelona en el 48, según reza en la solapa de su último libro, Montevideo, nombre a su vez de la capital de un país que desconozco, a pesar de haber nacido allí.
¿Hablo de mí? No. Hablo de lugares que no existen. Si me apuras ruidos sordos. Y si prefieres un tono mayestático del sonoro silencio que no aprende a dormir bajo las cicatrices.
Voy a unir los cabos sueltos, por contradictoria e inútil que me resulte esa tarea.
Vila-Matas, en las primeras páginas de su Montevideo, enumera una serie de tendencias narrativas, y da cinco opciones. La tercera es la única que define la literatura que puede conmoverme: la de quienes no lo cuentan todo.
Y la literatura de quienes no lo cuentan todo es un artefacto, un puzle, y debe rastrearse en las migajas que van dejando como summum esos autores de astucia enjabonada a los escaladores que no temen caerse.
Por eso arranco con un verso de Iria Fariñas para hablar de Iria Fariñas, por eso mezclo Iria poeta con Iria narradora, porque si no fuesen piezas de un magnético rompecabezas seguiría ahora mismo aquí diciendo no sé qué de Vila qué… Ok. Prosigo. Detenerme en cada cuento de Ruido de Cicatriz y analizarlos pormenorizadamente sería como describir un cuadro a través de la composición de los distintos óleos utilizados para conseguirlo. Podría en cambio bosquejar la estructura del libro al amparo de las cadencias estilísticas y temáticas que dinamizan el conjunto, y tendría para esto abundantes basas, ya que no se trata de una obra que cambie de posturas sobre el mismo asiento. Pero prefiero el trampolín de la abstracción y hablar de lo flotante, lo que carga el ambiente durante la lectura y permanece, mientras rellenamos la cerveza e intentamos mirar para otro lado, como una cicatriz –perdón por el atajo-.
Y eso que flota es el leve sonido de una interferencia que el hábito torna inaudible pero que, guarecida entre celebraciones y platos sin lavar, nos asecha desde que arrancamos la primera fruta sin saber que el árbol éramos nosotros, y que nosotros, por tanto, no es más que un disfraz de la otredad. Y si algo propone la literatura es precisamente el viaje hacia lo otro, y los personajes de este libro son puertas de esos territorios que creíamos ajenos hasta que nos interfieren, y aunque parezca que ahora cuadra el argumento me refiero justamente a lo contrario, a lo que no cierra, porque lo que cierra definitivamente no deja huella y antes de colarnos en la fiesta del lenguaje para estar a salvo sería mejor poner la tele.
Por eso para decir Iria dije Enrique y luego nuevamente Iria y si continúo acabaré diciendo Julio, porque la literatura cuando va a la llaga conversa consigo misma, y los versos de Iria nadan en los cuentos de Iria y desembocan en las costas del Montevideo que hace unos meses fundó un tal Vila-Matas para alimentar la llama y conseguir que, como quería Cortázar -ya estoy diciendo Julio- acaben siendo todos los fuegos el fuego.

 

Nelo Curti.