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Episodio:

El boxeo

Charlamos un rato sobre boxeo. Hubo, como siempre, cortina de Boris Garcés. Sonó un tema de Emiliano Colta, La chacarera de los locos, donde hubo arreglos e instrumentos de Mauro Papalia y Rubén Jurado (viola). Al despedirnos se quedó sonando El divertimento para caracoles, de Diego Monachelli.

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Probablemente el más descaradamente dolinesco de nuestros episodios.


Editorial

En una esquina del cuadrilátero, El gringo Miras, oriundo de la ciudad de Montevideo, zapatillas blancas con dispersos puntos de WD40, testigos de grasa de la cadena de una bicicleta que explica las piernas vigorosas sobre las que se alzan unos sesenta y cinco kilos hasta rozar el metro ochenta; diríamos que es extraordinaria estatura, la de un coloso, si no fuese tan común. Púgil constante y madrugador, conocido en su tierra como el sherpa del cerro Catedral, se hizo famoso por pelear con las gafas puestas y terminar venciendo, intacto, pero sin ellas.
Agulles, en la esquina opuesta, alias el Puncho, pegador de los gimnasios del barrio del Pla-Metal, la cantera alicantina del pugilismo de la que salen todos los boxeadores que provienen de ese mismo barrio; no es alto pero es de mucho hueso, con una técnica depurada, paciente, de aguantar asaltos, de hecho lo asaltaron ayer en una gasolinera para robarle el tabaco y quince pesos.
Y queda, esto es rarísimo, en el perímetro de la doce cuerdas un combatiente, ciudadano del mundo el muy cursi, ya vino noqueado de casa, mordisqueando un cacho de lona, alto en su ciudad de nacimiento, que no es Liliput, Pedro O’Coinor, el espontáneo de la esquina neutral que por desidia o indiferencia nadie se ocupó de expulsar del recinto.

Son tres los aspirantes, un número alto y escandaloso para este deporte, pero compensan a la baja en la elocuencia y la esperanza, ninguno tiene ilusiones, y que dios o el diablo nos salve de que alguien espere algo de ellos; los promotores del boxeo falsificaron sus documentos, trucaron las categorías y las edades para evitarlos, por densos. Ya llega, señores y señoras, ante millones de radioyentes, con la tabla de salvación pinchada, El Naufragio en Marcha.

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Episodio:

Medea

En este episodio conversamos sobre la tragedia de Medea y algunas de sus representaciones. En la parte de sucesos de ardorosa actualidad nos tocó hablar del caso Marguerite Steinheil.

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Editorial

Hay una plaza, por el centro de la ciudad, que está llena de ficus. Cuando era un muchacho pensaba que la taxonomía del ficus se limitaba a unas pocas variedades de arbustos escuálidos y temblorosos cuyo único hábitat posible eran las salas de espera de los dentistas. La pampa tiene el ombú, el doctor Gutiérrez tiene un ficus, un empapelado color sepia de los años setenta y una hilera de butacas para que espere la gente con dolor de muelas. Pero los ficus macrophylla son enormes, son altos y las raíces marcan una perímetro irregular de cordilleras que le tapan el sol a las hormigas, y por las que saltan los niños cuando juegan a dar la vuelta a la planta gigante sin tocar el suelo. Al lado de la plaza, hay bares, y detrás, una biblioteca que no tiene libros, una sala de luz fría para sacarse oposiciones, exámenes y cosas de esas.

Porque no somos chicos, para andar saltando entre raíces, ni hormigas, para fascinarnos con accidentes geográficos de un plaza, atravesamos la biblioteca y dimos con un salón de actos donde había un tipo diciendo que hay que reivindicar los anacronismos. Y, digamos que no estábamos muy de acuerdo. Pero tampoco sabíamos decir exactamente por qué. Alguno tenía la idea de que el anacronismo es un recurso medio tramposo y divertido para justificar cualquier disparate o para hacer pasar por recurso pedagógico la falsificación de unos títulos expedidos por el ministerio del pasado. Por supuesto, tal vez había en Grecia higueras australianas, aunque ellos no lo supieran, aunque solo llegase a ser cierto hoy. No había más remedio que ir a las fuentes clásicas. Pero, ¿por dónde empezar? Alguien recordó que la mamá de Eurípides vendía perejil, pero otro dijo que eso decían sus enemigos para difamarla, quién sabe, tal vez un cliente de la verdulería que se vengaba por la calidad del género. Bueno, empecemos por ahí, por el perejil, que es una planta pequeña y que a falta de aspirinas sirvió alguna vez para aliviar el dolor de muelas. Empecemos, entonces, por los anacronismos de una obra cualquiera, yo qué sé, por ejemplo, podríamos empezar, por qué no, con la historia de la ex de Jasón, con la tragedia de Eurípides sobre la desgraciada vida de la señora Medea.


Como siempre, cortina de Boris Garcés, también una canción bellísima del mismo joven, titulada Acertijo, y para terminar hubo un Divertimento para caracoles, composición de Diego L. Monachelli. Los divagues corren a cargo de Sebastián Miras, Nelo Curti y Pedro Coiro; los aciertos fueron todos de Juanma Agulles, que en esta ocasión no pudo acompañarnos.

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Mensajes en una botella

Sobre Ruido de cicatriz (Iria Fariñas, 2023)

Una flor aplastada / por la suela de goma / de una bamba por ejemplo. Ahí acaba el verso. Ahí acaba el verso del poema. Ahí acaba el verso del poema y comienzo yo. ¿Quién? Yo, el interlocutor obtuso que debe hablar de un libro y comienza hablando de otro, pero que puede incluso ir más allá en la intertextualidad y citar como abogado de oficio al rey de moda, un tal Enrique, apellidado Vila-Matas, nacido en Barcelona en el 48, según reza en la solapa de su último libro, Montevideo, nombre a su vez de la capital de un país que desconozco, a pesar de haber nacido allí.
¿Hablo de mí? No. Hablo de lugares que no existen. Si me apuras ruidos sordos. Y si prefieres un tono mayestático del sonoro silencio que no aprende a dormir bajo las cicatrices.
Voy a unir los cabos sueltos, por contradictoria e inútil que me resulte esa tarea.
Vila-Matas, en las primeras páginas de su Montevideo, enumera una serie de tendencias narrativas, y da cinco opciones. La tercera es la única que define la literatura que puede conmoverme: la de quienes no lo cuentan todo.
Y la literatura de quienes no lo cuentan todo es un artefacto, un puzle, y debe rastrearse en las migajas que van dejando como summum esos autores de astucia enjabonada a los escaladores que no temen caerse.
Por eso arranco con un verso de Iria Fariñas para hablar de Iria Fariñas, por eso mezclo Iria poeta con Iria narradora, porque si no fuesen piezas de un magnético rompecabezas seguiría ahora mismo aquí diciendo no sé qué de Vila qué… Ok. Prosigo. Detenerme en cada cuento de Ruido de Cicatriz y analizarlos pormenorizadamente sería como describir un cuadro a través de la composición de los distintos óleos utilizados para conseguirlo. Podría en cambio bosquejar la estructura del libro al amparo de las cadencias estilísticas y temáticas que dinamizan el conjunto, y tendría para esto abundantes basas, ya que no se trata de una obra que cambie de posturas sobre el mismo asiento. Pero prefiero el trampolín de la abstracción y hablar de lo flotante, lo que carga el ambiente durante la lectura y permanece, mientras rellenamos la cerveza e intentamos mirar para otro lado, como una cicatriz –perdón por el atajo-.
Y eso que flota es el leve sonido de una interferencia que el hábito torna inaudible pero que, guarecida entre celebraciones y platos sin lavar, nos asecha desde que arrancamos la primera fruta sin saber que el árbol éramos nosotros, y que nosotros, por tanto, no es más que un disfraz de la otredad. Y si algo propone la literatura es precisamente el viaje hacia lo otro, y los personajes de este libro son puertas de esos territorios que creíamos ajenos hasta que nos interfieren, y aunque parezca que ahora cuadra el argumento me refiero justamente a lo contrario, a lo que no cierra, porque lo que cierra definitivamente no deja huella y antes de colarnos en la fiesta del lenguaje para estar a salvo sería mejor poner la tele.
Por eso para decir Iria dije Enrique y luego nuevamente Iria y si continúo acabaré diciendo Julio, porque la literatura cuando va a la llaga conversa consigo misma, y los versos de Iria nadan en los cuentos de Iria y desembocan en las costas del Montevideo que hace unos meses fundó un tal Vila-Matas para alimentar la llama y conseguir que, como quería Cortázar -ya estoy diciendo Julio- acaben siendo todos los fuegos el fuego.

 

Nelo Curti.

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Mensajes en una botella

Tiempo aproximado de lectura, un minuto

Hace tiempo que me he propuesto leer los Cantos de Pound de una sentada. Si el escritor fracasado del cuento de Roberto Arlt, tras imponerse un encierro creativo, solo consiguió «una violenta intoxicación tabacosa», yo, al contrario, por no avanzar entre los versos, me veo privado del viaje psicodélico que promete Pasolini a los lectores de la obra de Pound: «leer el canto tiene el mismo efecto que debe producir, supongo, la más potente y maravillosa de las drogas». Curioso vínculo entre la fantasía del eremita y el imperativo de la maratón [im]productiva. Fantasía recurrente y banal, el refugio en un monasterio se termina con una carta compulsada por diferentes autoridades eclesiásticas que rechazan el ingreso de un pater familias en sus filas, o de quien sea. Las responsabilidades primero. Volviendo del sueño, que me ayudó a quitarme de encima los restos diurnos de una novela en la que un escritor decepcionante (Michel Houellebecq) relata como un escritor decepcionado (Joris-Karl Huysmans) se aparta del mundo, escucho en la radio al rapero Spider Zed, que traduce esta paradoja del eremita productivista para un público adolescente que no puede sino entenderlo demasiado bien: «Intento hacer speedrun con la vida pero no es un die and retry: tren de vida de desempleado eficaz, habrá que escribirlo en mi epitafio». Internet. «Edu lee «Ulises» de James Joyce en 10 días»; «Jan Fabre estrena Monte Olimpo, un espectáculo teatral de 24 horas de duración sobre 33 tragedias griegas»; «Olga Diego descansa tras dibujar 58 horas seguidas»; «La poeta Luna Miguel lee en público durante 48 horas consecutivas… y sobrevive»; «La deportista Beatriz Flamini, de 50 años, salió este viernes de una cueva en la provincia de Granada, España, donde se aisló voluntariamente por 500 días».

Creo que fue Pessoa quien dijo en su Libro del desasosiego que no leía a sus contemporáneos porque ya conocía lo que escribían. ¿Para qué, entonces, leer a Pound? ¿No hacemos nosotros, poundcitos de bazar barato, lo mismo que él, intentando desesperadamente salvar fragmentos del naufragio? Pero ¿es un ejercicio de conservación penoso? Sin duda, ¿que la indiferencia hacia el contenido es cada vez más atroz? Cierto. Pero, al margen de que tu ignorancia sea más profunda y consistente que la de un viejo poeta campesino de la América profunda fascinado por la cultura clásica y oriental, el principio es la misma histeria por salvar algo que, como condición de su rescate, se vuelve parcial o totalmente opaco. Agamben, en el prólogo a la edición completa que tradujo Jan de Jager, dice que Ezra Pound «frente a la destrucción de la tradición, transforma la destrucción en un método poético», asume el lugar del escriba encargado de la transmisión, pero sin que quede claro si «puede ser verdaderamente leído». Hay una duda, entonces. Y ya pasó el prólogo, die and retry:

Canto I: Y entonces descendimos a la nave / Enfilamos la quilla a la rompiente…

Anselmo Rodríguez.

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Episodio:

Escaleras

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Como indica el título, en este episodio divagamos sobre escaleras. Tal vez quedó un producto moderadamente entretenido, que marida bien con alguna actividad manual que quiera usted hacer en casa. También sirve para aplacar, durante los paseos, la rumiación neurótica que pueden sufrir muchas personas cuando ejercen de runners o senderistas.

Sobre  el contenido, para muestra un botón, o dos: Juanma nos charló sobre las andanzas de Le Corbusier en Nueva York, Sebastián habló un poco sobre las gemonías.


Editorial

Cuando alguien nos pregunta acerca de las funciones de una escalera solemos responder con suficiencia que son dos: subir y bajar. Pero por poco que tiremos de la pregunta nos da ganas de delimitar más las cosas. No quiero detenerme demasiado en algo obvio, pero, por ejemplo, tanto subir como bajar son acciones que tienen un límite natural bastante claro. Miles de turistas se agolpan en una larguísima escalera para visitar cada año la Cascada de los Cántaros en el bosque valdiviano, ni un solo turista se eleva más allá de sus 700 escalones. Y no se trata tampoco de un límite meramente técnico: la imaginación también opta por otros medios cuando se trata de llegar al cielo: Jack tuvo que subir por una planta de habichuelas, y en las ascenciones religiosas puede haber colchones de nubes y ángeles, es rarísimo encontrar una escalera. Es cierto que hay una metáfora, existen las escaleras al cielo, pero llevar esa figura a una imagen es ridículo y vulgar. Pensar en que las escaleras al cielo dibujan una sucesión de escalones zigzagueantes es tan burdo como imaginar que asaltar los cielos es calzarse unas caretas del presidente Nixon, antifaces y bolsos estampados de símbolos del dólar para obligar a San Pedro a entregarnos unas llaves. En todo caso, lo que quiero decir es que no debemos apresurarnos a responder que hay solo dos funciones, porque hay, al menos, tres: las escaleras también sirven para quedarse en el mismo sitio. No digo algo tan absurdo como que toda la superficie terrestre es una escalera cuya alzada, en algunos casos como en de la Pampa, puede ser es igual a cero, al fin y al cabo siempre estamos avanzando sobre algún tipo de desnivel, tampoco les propongo acampar en el estrecho espacio de un escalón. Me refiero a que pensemos en las escaleras pero no en el rellano o el portal y que descartemos toda metáfora de progresos y caídas. Ni hablar de aquella oposición que han querido hacer algunos arquitectos y artistas contemporáneos entre las escaleras y los ascensores, porque esto no puede explicar nada de las escaleras mecánicas ni de ese desplazamiento que ocurre desde los escalones hacia los engranajes, igualmente escalonados donde muerden las correas. ¿Qué queda? Lo más habitual es que la escalera se convierte en un testigo, y en cuanto se introducen las memorias y las relaciones entre las personas, las escaleras se nos aparecen como una fuente inagotable de pasiones humanas, un ovillo enredado de hilos cortados, una bola cómica y patética, es decir, una comunidad de vecinos. Pero podemos llevar las cosas aún más lejos: ¿qué puede querer decir vivir en unas escaleras o pensar las escaleras al margen del flujo y el tránsito? Quizás, lo más denso que encontremos sean objetos literarios. No hemos avanzado ni un milímetro desde que Georges Perec nos alertase sobre un problema que hasta esta tarde había quedado descuidado: No pensamos lo suficiente en escaleras.


Como siempre, cortina de Boris Garcés. Un tema de Diego Monachelli al final, Divertimento para caracoles, y dando la chapa estuvimos Sebastián Miras, Juanma Agulles y Pedro Coiro.

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Mensajes en una botella

En el Costa Concordia

Vicente Gutiérrez Escudero nos envió un texto que gira en torno a las metáforas del naufragio. Es un texto sugerente, que inaugura una nueva sección, mensajes en una botella, en la que esperamos publicar textos de oyentes y amigos sobre cuestiones que tratamos en el programa de radio. Hay algún desacuerdo en cuanto a la noción de élites que el autor emplea, al lugar de la responsabilidad y la idea de un timón, pero se trata aquí de abrir el blog a diferentes posiciones, que no necesariamente coincidirán con las nuestras.


En el Costa Concordia

Numerosos autores –como es el caso de Jorge Riechmann o Will Steffen- han comparado la deriva actual del capitalismo termo-industrial con la imagen del Titanic aproximándose al iceberg. Según esta analogía el capitalismo, al igual que el célebre trasatlántico, se dirige hacia su propio hundimiento en el sentido de que no puede escapar a sus límites externos e internos, como por ejemplo la crisis de valorización del capital o los efectos ya irreversibles del Cambio Climático y el ecocidio en marcha. Entonces, puesto que el Titanic va a hundirse, la cuestión clave, se nos dice, radicaría en cómo maniobrar no tanto para evitar el impacto -algo ya inevitable- como para que el choque sea lo menos nocivo posible y crear así las condiciones más óptimas para el salvamento de pasajeros. Hay quienes incluso aseguran que en los momentos previos al choque del Titanic con el iceberg hubo tiempo suficiente para desmontar los camarotes de primera clase y construir improvisadamente con todo el material obtenido improvisadas barcas de salvamento, pateras o rudimentarias estructuras flotantes.

Pero otros muchos autores han llegado a asegurar que el impacto ya se ha producido y que el Titanic está ya hundiéndose. Esta analogía adquiere pleno sentido si tenemos en cuenta que desde 1972, año en que se publicara el célebre informe Los límites del crecimiento encargado al MIT por el Club de Roma, los que pudieron hacer algo no hicieron nada para frenar el Cambio Climático ni tampoco para prepararnos para el descenso energético que se avecinaba, de modo que se podría decir que ya hemos chocado con el iceberg y que estamos en la catástrofe. Ciertamente llevamos siglos habitando la catástrofe y los supervivientes estaríamos esperando la llegada del Carpathia -que en esta analogía podríamos identificar con la tecnología por venir o con nuevas fuentes de energía hasta ahora desconocidas- con la esperanza de que nos saque cuanto antes de las gélidas aguas de la descomposición del Estado del bienestar.

En cualquier caso, aun suponiendo que el choque no se haya producido, hemos de insistir en el hecho de que las élites actuales no están haciendo nada para evitar un impacto violento, ni siquiera para preparar a sus pasajeros para el choque que se avecina. Es más, los actuales propietarios del mundo actual poco tienen que ver con las élites ilustradas de siglos atrás, que eran las clases más instruidas e informadas de entonces y que poseían un amplio conocimiento del planeta en el que vivían. En el caso del capitalismo fosilista el capitán que maneja el timón está pensando ya en cómo poder huir del barco cuanto antes, si es que no lo ha abandonado ya.

Si tenemos esto en cuenta creo que una analogía más acertada sería la del encallamiento y hundimiento parcial del crucero Costa Concordia, que en 2012 naufragó frente a la isla de Giglio en Toscana, y en cuyo accidente por cierto murieron 32 personas. En aquel suceso -a diferencia de John Smith, el capitán del Titanic, quien se hundió con su propia embarcación- el por aquel entonces capitán del crucero, Francesco Schettino, abandonó cobardemente la embarcación, y lo hizo por cierto junto con una joven azafata que trabajaba en el crucero. Al igual que Schettino, la alta élite que dirige el mundo, sabedores de lo que va a suceder, está asegurándose su propia supervivencia; está organizando ya su huida para refugiarse en sus yates de lujo, mansiones amuralladas o islas privadas. Tanto las élites industriales y financieras como la casta política que dirige los estados, bajo el disfraz de un capitalismo verde, han optado por una huida suicida hacia delante; están pensando ya en como saltar del barco antes de que éste encalle o se hunda por completo, abandonando a su suerte a los pasajeros y tomando las posiciones más ventajosas en el nuevo mercado energético, basado en las llamadas energías renovables. En otras palabras: están pensando en cómo salvar su culo y sus privilegios, garantizando sus procesos de acumulación en los escenarios venideros.

Otro elemento que refuerza la analogía con el lento proceso de declive energético es que el Costa Concordia, a diferencia del Titanic, permaneció dos años varado antes de ser desguazado en Génova. Es un detalle muy significativo que nos recuerda que el capitalismo fosilista ya ha encallado y que lo que tenemos ante nosotros no es más que su estructura semihundida, indolente, desamparada e inmóvil, eternizando su condición de náufrago. En realidad, estamos siendo testigos de un colapso sistémico que se inició décadas atrás y que es tan gradual que, de algún modo, no lo percibimos como colapso, pero bien sabemos que tarde o temprano terminará por hundirse del todo en el océano de la historia o, al menos, por ser desguazado en una reestructuración capitalista venidera.

Ahora bien, la analogía falla si tenemos en cuenta el destino que les deparará a los responsables del desaguisado; si el excapitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, fue finalmente condenado a 16 años de prisión por los delitos de naufragio y homicidio culposo, estas élites cortesanas no sólo se van a ir de rositas sino que, si no lo evitamos, van a pasar a la posteridad como los verdaderos paladines de una transición energética que, curiosamente, está beneficiando vía subvenciones estatales y ayudas europeas a las mismas élites industriales cuya actividad bélica y ecocida ha sido la verdadera responsable de la destrucción del medio ambiente de las últimas décadas.

23 de marzo de 2023.

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Episodio:

Bajos fondos

Este episodio es una conversación en torno a los bajos fondos, sus representaciones y su lugar en el imaginario. Hablamos, pues, de una realidad sobre la que nos preguntamos si es tan real como parece.

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Algunas referencias que salieron en el programa:

Dominique Kalifa, Los bajos fondos: historia de un imaginario; Neil Smith, La nueva frontera urbana: ciudad revanchista y gentifricación; Charles Dickens, Historia de dos ciudades; Victor Hugo, Los miserables; Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra; Valle-Inclán, Luces de bohemia; Ann Radcliffe, Los misterios de Udolfo; Bronislaw Geremek, La estirpe de Caín; Anónimo, Liber Vagatorum; Juan Luis Vives, El tratado del socorro de los pobres; César González, El fetichismo de la marginalidad; Jack London, El pueblo del abismo; George Orwell, Vagabundo en París y Londres; Mike Davis, Planeta de ciudades miseria; Lewis Mumford, La ciudad en la historia; las películas Bajos fondos, Casque d’or, Togo y Viridiana.

Si el oyente quiere conocer más sobre estas referencias, la fecha, la editorial o, en un terreno más personal, cómo llegamos hasta ellas, puede escribirnos a naufragioenmarcha@proton.me

 

Editorial

Por ahí no pases, que te van a robar. A estas horas hay barrios que se ponen un poco densos. No te busques problemas, andá a pasear por un lugar tranquilo, y tempranito, si es posible, que las personas peligrosas duermen. Pero la gente quiere tener «su propia experiencia». Y le arrebataron, como era natural, la más linda de sus propiedades. No hablo de una cosa jurídica. Escribe sobre ella Henri Michaux:

Estas propiedades son mis únicas propiedades y en ellas vivo desde mi infancia, y puedo decir que son pocos lo que poseen unas más pobres.

Volvió tarde, con el cuerpo entero y sin heridas. Tenía poca hambre porque ahí había encontrado una panadería que tenía masacotes de agua, azúcar y harina parecidos a los de la esquina de casa, tal vez un poco más llenos de aire, quizás más resecos. El viaje, eso sí, había sido un caos, por el contraste entre la excesiva quietud de la espera en la estación -como un 20 por ciento de batería del teléfono, unos cuantos datos en videos sobre un australiano que hace arquitectura con un palo y un río- y el temblor que, según la perspectiva, tendría su fuente en los accidentes del pavimento o en los amortizadísimos resortes del 503. Se bajó del autobús, caminó un rato para llegar, le sorprendió ver a un viejo conocido, charló diez minutos, recorrió una barbaridad de calles y se volvió. Nada había sucedido, pero ningún recaudo había sido suficiente. Como siempre, el que quería hacer su propia experiencia engrosa ahora las filas de los que advierten al inexperiente. El que no puede dar mal ejemplo da buenos consejos. En el barrio chungo lo habían desvalijado y al mismo tiempo no se había librado de ningún peso, el transporte público trajo los mismos 73 kilos de humanidad civilizada y zapatillas y cacharros y mochila con libro, tickets arrugados y repelente para los mosquitos. Fue el robo más sutil, sin ejecutores, sin que medie la fuerza ni el salvajismo, sin navajas ni pistolas, sin trileros ni cuentos, sin contacto físico ni intercambios, nuestro héroe perdió, en cambio, cada una de las representaciones, personajes y estrafalarias situaciones que se había figurado para una noche de paseo por los bajos fondos.


Esto lo hicimos Juanma Agulles, Sebastián Miras y Pedro Coiro. La canción con la que abre el programa es de Boris Garcés.

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Episodio:

Sobre G. K. Chesterton

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¿Merece la literatura de Chesterton entrar en un canon literario solamente por la calidad de El hombre que fue Jueves? ¿Tiene algún interés para la política? ¿Y para la policía? ¿Fue un testigo histórico relevante? ¿Cuál fue su relación con el tomismo? ¿Era panteísta? ¿Vale la pena dedicarle un programa de radio? ¿Estaba contra los intelectuales? ¿Era un sofista? ¿Ortodoxia se basa en los cuentos de hadas? ¿Qué pensaba que era la naturaleza? ¿Actuó en Hollywood o en algún Western? ¿Controlaba bien la cosa de las metáforas? ¿Era imperialista? ¿Era internacionalista? ¿Tenía una opinión formada acerca del evemerismo? Todas estas preguntas, que asaltan el espíritu de nuestra juventud cada vez que se cruza con un ejemplar firmado por G. K. Chesterton, no dejaron de acompañarnos en cada minuto de este episodio, tanto que ahí siguen, intactas, cuando los micrófonos llevan un buen rato apagados.

(Escucharon a Juanma Agulles, Sebastián Miras y Pedro Coiro. La cortina musical es de Boris Garcés, el fragmento musical del final del programa de Diego Monachelli).  

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El circo (segunda parte)

 

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En esta segunda parte hablamos del circo en el mundo de lo ilimitado, también del payaso, de su vida y su muerte. En nuestro cambalache vimos llorar a Buffalo Bill contra unas máscaras de Ensor, todo con fondo de murga, un espectáculo grotesco, desde luego. Buena parte del programa la dedicamos a charlar sobre películas, entre ellas La parada de los monstruos, de Tod Browning, de 1932, la de Chaplin, claro, una de Bergman muy recomendable, Noche de circo –que se llama casi como una novela de la que también comentamos algún pasaje, Noches en el circo, de Angela Carter, publicada en 1984–, y Mister universo, más reciente, del 2016, dirigida por Tizza Covi y Rainer Frimmel.

Un fotograma de Noche de circo, de Ingmar Bergman, de 1953.

Juanma trajo y comentó un texto del Zaratustra de Nietzsche. El principio del pasaje (en la edición de 1997, de Alianza Editorial, página 38) dice así:

Mas Zaratustra contempló al pueblo y se maravilló. Luego habló así:

El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo.
Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.
La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso.

Otras dos referencias que aparecieron en el programa son De l’essence du rire, de Charles Baudelaire, y un libro de Jean Starobinski, Retrato del artista como saltimbanqui.

Como siempre, hubo nota de prensa, y seguimos con una crónica del 1900 que completa un suceso valenciano que ya aparecía en los periódicos de nuestro programa anterior.

Buffalo Bill, actor y estrella del circo.
James Ensor, Máscaras confrontando a la muerte, 1888.

Sebastián nos contó todo lo que hay de importante en una película de Fellini, en una concreta, y trajo la gran pregunta sobre el payaso, sobre su función, primero, sobre su disfunción definitiva, sobre su muerte. Leyó, también, unos apuntes de Starobinski sobre el clown y su irrupción en un mundo ordenado; para muestra, un botón:

Así, puesto que en primer lugar es ausencia de significación, el payaso accede a la elevada significación de oponente: niega todos los sistemas de afirmación preexistentes, introduce en la compacta coherencia del orden establecido el vacío mediante al cual el espectador, separado finalmente de sí mismo, puede reírse de su propia gravedad. (114)

Canario Luna, cantor y payaso.

Editorial

Manolín, autoproclamado «médico de la salsa», tiene un tema, «Te conozco mascarita»…

(Bueno, un momento, antes de seguir esta editorial, quiero aclarar que no pretendo traerles uno de esos ejercicios académicos o periodísticos donde se legitiman expresiones populares con teorías traídas de los pelos, y tampoco lo contrario, es decir, darle un poco de frescor a representaciones teóricas aburridísimas vivificándolas con un producto artístico que se pueda bailar. No, y no solo porque no sabría hacerlo, tampoco me dio tiempo. Porque lo que traigo es un recurso para decir otra y nada más, a medio camino entre la referencia desesperada y un genuino reconocimiento a un artista que me gusta mucho)

Decía, el tema tiene esa cosa ligera y profunda del son que encaja perfectamente con el barroquismo caribeño y el virtuosismo de los coros, el piano y los vientos, todo marchando al paso de una clave disciplinada y punzante. De lo que se trata es de que Manolín vivió en la ilusión del amor demasiado tiempo, la muchacha lo engaño y para colmo lo trató de payaso. Pero ahora los papeles se invierten y todo porque nuestro héroe ya conoce lo que hay detrás. Pero, ¿no sería mejor decir «son los demás lo que conocen la mascarita, yo, Manolín, conozco otra cosa, porque la libertad es conocer las causas y para eso hace falta mucho tiempo y sacrificio»? No. De ninguna manera. La metáfora no es la máscara, la metáfora está en decir «lo que hay detrás».

Creo que encontré la clave del circo y es la misma que la del son. No hay disfraz. Hay un pulso vivo, como los golpes sostenidos de la clave, que está en la superficie, aunque a veces se pierda para el oído, y sosteniendo toda la arquitectura, es la ilusión y la única verdad accesible. Las cúpulas de lona son pura meteorología, a quién le importa. No hay umbrales que franquear en el circo, la entrada es un tributo para los payasos por su valentía. Bueno, eso y, como dijo Karl Marx en Teorías de la plusvalía, «un actor teatral, incluso un clown, es un trabajador productivo, siempre y cuando trabaje al servicio de un capitalista (del entrepreneur)».

En definitiva, no se puede llegar tarde al circo como, en el sentido opuesto, no se puede uno ir de donde nunca estuvo. Siéntense donde ya están hace rato, de nuevo, esto es una segunda vuelta de exhibición hípica, con gente que no sabe montar a caballo.

 

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En el programa escucharon, escucharán o se perdieron las voces de Juanma Agulles, Sebastián Miras, Pedro Coiro y Boris Garcés (autor de la cortina del Naufragio).

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Episodio:

El circo (primera parte)

 

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Sacamos el tema del circo con poco entusiasmo y, al final, terminamos haciendo dos programas; aquí traemos el primero. Como siempre, nos acercamos a la biblioteca pública del paseíto Ramiro y encontramos algunos textos sobre el tema, como El circo, de Ramón Gómez de la Serna, las Noches en el circo, de Angela Carter y el Misterio bufo, de Maiakovsky. Una emisión de France Culture nos echó otro cable, sobre todo el primer episodio, donde Caroline Hodak, una historiadora del circo, trata la cuestión con bastante detalle lo emitieron en el 2014, en La fabrique de l’Histoire–.

Georges Rouault (1871-1958) Clown y niño. 1930. Aguada.

Después, cosas que no estaban en la biblioteca pública las encontramos en las librerías; entre lo más recomendable, El libro que editó Pepitas de Calabaza, también en el 2014, una Biografía del circo, de Jaime de Armiñán. De la misma editorial, nos sirvió La ciudad en la historia, de Lewis Mumford. Y nos metimos con otras cosas más, como las películas de Chaplin, Bergman y Fellini, y con varios artículos, entre ellos uno de Francisco Gelman Constantin, «Gitanos, soldados, monos, funambulistas» y otro que se titula «El circo: ¿mezcla de géneros?», de Brigitte Bailly.

(Una curiosidad sobre este programa, que tenemos que comentar para los oyentes más atentos y oidores, es que por uno de los cables de nuestros micrófonos se coló la interferencia de un relator deportivo, tal vez M. Lamas; ahí quedó, en el fondo, de a ratos, aunque no llegamos a descifrar del todo su relación con el circo)

Editorial

Qué cosa es una obra de arte total, no lo sé. Bah, total, es una obra de arte, alguna vez lo pensé. Muchas veces fui a la ópera y en todas me vi luchando contra el sueño y no era el único, porque desde el gallinero hasta el discreto taburete del bombero que cuida del teatro entre bambalinas, todos se parecían, a las pocas horas, a Eurídice. Obvio, peor que te inviten a una de esas horrendas fiestas que parecen organizadas por el Dr. Frankenstein, que quieren ser espectáculos de variété, como los llaman, donde un muchacho recita poemas, mientras otro lo dibuja y ambos son proyectados en una inmensa pantalla porque se le ocurrió al cineasta del grupo, mientras unos violinistas rodean a una bailarina, que anda noviando con el dibujante, todo con un fondo de palets reciclados que forman una escenografía o un masacote que firma un efímero Bofill. Un centro cultural, el fondo de una casa de renta antigua u ocupada, el espacio cedido por algún familiar de uno de los artistas, da lo mismo, lo importante es que la tribuna está repleta de gente que arrastró los pies hasta el lugar, con la única esperanza de un futuro gesto recíproco, porque claro, todos son artistas, como decía Debord cuando saludaba a un grupo de fans: «¡Buenas tardes artistas! Y perdón si me equivoco». Roland Barthes, un poco condescendiente, hablaba de una sociedad de emisores en estos términos:

cada persona con quien me encuentro o que me escribe, me dirige un libro, un texto, un balance, un prospecto, una protesta, una invitación a un espectáculo, una exposición, etc. El goce de escribir, de producir, apremia a todos; pero como el circuito es comercial, la producción libre sigue atascada, enloquecida y como desesperada; las más de las veces, los textos, los espectáculos van allí donde no se los reclama;

Vitaly Lazarenko

Si en una sociedad emancipada todo seremos acróbatas por la mañana y mujeres barbudas por la tarde, si cada cual es “uno de los nuestros”, tampoco está garantizado que haya unas gradas para la pasividad frente a nuestra metamorfosis. ¡Tantísimo mejor! ¿Cómo contemplaría un número cómico un espectador emancipado? ¿O no hay espectadores cuando el arte recubre la vida? Y ahora, ustedes, ¿están ahí quietitos mientras escuchan¿ ¿o hacen cosas? ¿Se notan demasiado nuestros malabares? No lo sabremos porque los focos nos encandilan, el trapecio nos marea, y del público, con suerte, llega alguna risa. Estamos ocupados, no queremos respuestas, solo emociones y aburrimiento, esto es el circo, pónganse incómodos.

La silla del bombero, detrás de escena, en el Teatro Real de La Moneda, en Bruselas.

En el programa escucharon, escucharán o se perdieron las voces de Juanma Agulles, Sebastián Miras, Pedro Coiro y Boris Garcés (autor de la bellísima y estimulante cortina del Naufragio).