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Episodio:

El ajedrez

¿El ajedrez es un juego de guerra? ¿Es posible jugar partidas de ultratumba? ¿Puede un ajedrecista profesional caer en manos de una secta religiosa? ¿Un matemático es necesariamente un buen jugador? ¿Cómo era un club de ajedrez de San Petersburgo? ¿Qué pasa si alguien quiere robarle la ropa a un jugador profesional? ¿Hay un origen valenciano del ajedrez moderno? ¿Qué vale un peón?

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Los disparates corren a cargo de Juanma, Sebastián y Pedro. Disfrutaron de la sintonía de Boris Garcés, del cierre de Diego Monachelli y, en el medio, metí un tema de Arcade Fire titulado Deep Blue.

Ajedrez mongol expuesto en la Kunstkamera de San Petersburgo

 

 

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Episodio:

La utopía

A partir de algunas lecturas de Buber, Zamiatin, Mercier, Morris, K. Le Guin, Atwood, Mumford, Rouvillois, Ellul, Marx, Moro, Platón, Peramás, Lapouge, Wunenburger, Gabel, Suvin y de otros autores que leímos mal, de manera fragmentaria y equivocada, nos tiramos un buen rato hablando del concepto y la experiencia de la utopía.

Entre los temas que tocamos están los rasgos de la utopía, las cuestiones del cambio social, las distopías y las antiutopías, y una curiosa historia sobre cubertería.

 

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Estuvimos hablando Sebastián, Juanma y Pedro, y sonó la sintonía de Boris Garcés, un tema de Still Pigeon, Tippy Toes, y el cierre de Diego L. Monachelli.

Editorial

Esta editorial es siempre una forma de anticipación. Un texto a vuelapluma que quiere ser como la recepción de una boda de pobres, con un aperitivo que coincide extrañamente con el menú en sus ingredientes y confección, pero que viene en platitos más pequeños; un intento de compensar a los impacientes y al mismo tiempo el retraso intencionado del gran momento, como una profecía autocumplida. El Naufragio tarda, tomen un consuelo, y el consuelo es nada menos que la tardanza misma. No sean atolondrados, el Naufragio va a comenzar, esto es una muestra, la versión de prueba, un poco el ideal de lo que viene, el plan de una emisión perfecta, uno de esos retratos de un prócer que nadie vio pero que se imaginan, la distorsión de una realidad que no existe, y también un sueño, en el sentido más llano, es decir, algo de modorra, los músculos que se van desperezando, una lagaña demasiado aferrada a nuestro cuerpo, la crisis del despertar, un trauma que reproduce cada mañana lo peor. También les digo que, si la vida es la muerte demorada, como dice un cantor, tampoco es buen plan andar con tanta impaciencia. Acomódense en esta editorial, que no les suelta el brazo, es cierto, pero no piensen solo en todo lo que tiene de angustioso, también en lo reconfortante que puede ser todavía no haber llegado a nada ni a ningún lado. Acaricien la belleza de lo que todavía no es, pero sin esperanza, sean, por favor, los oyentes desesperanzados que necesita esta utopía para no volverse un sueño de eterna insatisfacción. Escuchen este episodio sin maquinaciones ni planes previos y suspendiendo la incredulidad, pero sin expectativas y siempre listos para el conflicto y la decepción.

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Episodio:

La pobreza

En este episodio charlamos sobre la pobreza, también sobre el progreso, y todo a partir de un excelente y documentado ensayo de Juanma Agulles, La negación de la virtud: una historia sobre la pobreza y el progreso, Virus, 2023.

La noticia del final relata episodios de la vida de Madame Pimentón.

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Gustave Van de Woestyne, Hospitalidad para los extranjeros, 1920.

https://www.viruseditorial.net/es/libreria/libros/642/la-negacion-de-la-virtud

Como siempre, cortina de Boris Garcés y cierre de Diego Monachelli. Esta vez sonó también un tema de Batoi (https://canyadelamuntanya.bandcamp.com/album/batoi), La felicitat.

 

 

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Episodio:

El boxeo

Charlamos un rato sobre boxeo. Hubo, como siempre, cortina de Boris Garcés. Sonó un tema de Emiliano Colta, La chacarera de los locos, donde hubo arreglos e instrumentos de Mauro Papalia y Rubén Jurado (viola). Al despedirnos se quedó sonando El divertimento para caracoles, de Diego Monachelli.

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Probablemente el más descaradamente dolinesco de nuestros episodios.


Editorial

En una esquina del cuadrilátero, El gringo Miras, oriundo de la ciudad de Montevideo, zapatillas blancas con dispersos puntos de WD40, testigos de grasa de la cadena de una bicicleta que explica las piernas vigorosas sobre las que se alzan unos sesenta y cinco kilos hasta rozar el metro ochenta; diríamos que es extraordinaria estatura, la de un coloso, si no fuese tan común. Púgil constante y madrugador, conocido en su tierra como el sherpa del cerro Catedral, se hizo famoso por pelear con las gafas puestas y terminar venciendo, intacto, pero sin ellas.
Agulles, en la esquina opuesta, alias el Puncho, pegador de los gimnasios del barrio del Pla-Metal, la cantera alicantina del pugilismo de la que salen todos los boxeadores que provienen de ese mismo barrio; no es alto pero es de mucho hueso, con una técnica depurada, paciente, de aguantar asaltos, de hecho lo asaltaron ayer en una gasolinera para robarle el tabaco y quince pesos.
Y queda, esto es rarísimo, en el perímetro de la doce cuerdas un combatiente, ciudadano del mundo el muy cursi, ya vino noqueado de casa, mordisqueando un cacho de lona, alto en su ciudad de nacimiento, que no es Liliput, Pedro O’Coinor, el espontáneo de la esquina neutral que por desidia o indiferencia nadie se ocupó de expulsar del recinto.

Son tres los aspirantes, un número alto y escandaloso para este deporte, pero compensan a la baja en la elocuencia y la esperanza, ninguno tiene ilusiones, y que dios o el diablo nos salve de que alguien espere algo de ellos; los promotores del boxeo falsificaron sus documentos, trucaron las categorías y las edades para evitarlos, por densos. Ya llega, señores y señoras, ante millones de radioyentes, con la tabla de salvación pinchada, El Naufragio en Marcha.

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Episodio:

Medea

En este episodio conversamos sobre la tragedia de Medea y algunas de sus representaciones. En la parte de sucesos de ardorosa actualidad nos tocó hablar del caso Marguerite Steinheil.

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Editorial

Hay una plaza, por el centro de la ciudad, que está llena de ficus. Cuando era un muchacho pensaba que la taxonomía del ficus se limitaba a unas pocas variedades de arbustos escuálidos y temblorosos cuyo único hábitat posible eran las salas de espera de los dentistas. La pampa tiene el ombú, el doctor Gutiérrez tiene un ficus, un empapelado color sepia de los años setenta y una hilera de butacas para que espere la gente con dolor de muelas. Pero los ficus macrophylla son enormes, son altos y las raíces marcan una perímetro irregular de cordilleras que le tapan el sol a las hormigas, y por las que saltan los niños cuando juegan a dar la vuelta a la planta gigante sin tocar el suelo. Al lado de la plaza, hay bares, y detrás, una biblioteca que no tiene libros, una sala de luz fría para sacarse oposiciones, exámenes y cosas de esas.

Porque no somos chicos, para andar saltando entre raíces, ni hormigas, para fascinarnos con accidentes geográficos de un plaza, atravesamos la biblioteca y dimos con un salón de actos donde había un tipo diciendo que hay que reivindicar los anacronismos. Y, digamos que no estábamos muy de acuerdo. Pero tampoco sabíamos decir exactamente por qué. Alguno tenía la idea de que el anacronismo es un recurso medio tramposo y divertido para justificar cualquier disparate o para hacer pasar por recurso pedagógico la falsificación de unos títulos expedidos por el ministerio del pasado. Por supuesto, tal vez había en Grecia higueras australianas, aunque ellos no lo supieran, aunque solo llegase a ser cierto hoy. No había más remedio que ir a las fuentes clásicas. Pero, ¿por dónde empezar? Alguien recordó que la mamá de Eurípides vendía perejil, pero otro dijo que eso decían sus enemigos para difamarla, quién sabe, tal vez un cliente de la verdulería que se vengaba por la calidad del género. Bueno, empecemos por ahí, por el perejil, que es una planta pequeña y que a falta de aspirinas sirvió alguna vez para aliviar el dolor de muelas. Empecemos, entonces, por los anacronismos de una obra cualquiera, yo qué sé, por ejemplo, podríamos empezar, por qué no, con la historia de la ex de Jasón, con la tragedia de Eurípides sobre la desgraciada vida de la señora Medea.


Como siempre, cortina de Boris Garcés, también una canción bellísima del mismo joven, titulada Acertijo, y para terminar hubo un Divertimento para caracoles, composición de Diego L. Monachelli. Los divagues corren a cargo de Sebastián Miras, Nelo Curti y Pedro Coiro; los aciertos fueron todos de Juanma Agulles, que en esta ocasión no pudo acompañarnos.

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Mensajes en una botella

Sobre Ruido de cicatriz (Iria Fariñas, 2023)

Una flor aplastada / por la suela de goma / de una bamba por ejemplo. Ahí acaba el verso. Ahí acaba el verso del poema. Ahí acaba el verso del poema y comienzo yo. ¿Quién? Yo, el interlocutor obtuso que debe hablar de un libro y comienza hablando de otro, pero que puede incluso ir más allá en la intertextualidad y citar como abogado de oficio al rey de moda, un tal Enrique, apellidado Vila-Matas, nacido en Barcelona en el 48, según reza en la solapa de su último libro, Montevideo, nombre a su vez de la capital de un país que desconozco, a pesar de haber nacido allí.
¿Hablo de mí? No. Hablo de lugares que no existen. Si me apuras ruidos sordos. Y si prefieres un tono mayestático del sonoro silencio que no aprende a dormir bajo las cicatrices.
Voy a unir los cabos sueltos, por contradictoria e inútil que me resulte esa tarea.
Vila-Matas, en las primeras páginas de su Montevideo, enumera una serie de tendencias narrativas, y da cinco opciones. La tercera es la única que define la literatura que puede conmoverme: la de quienes no lo cuentan todo.
Y la literatura de quienes no lo cuentan todo es un artefacto, un puzle, y debe rastrearse en las migajas que van dejando como summum esos autores de astucia enjabonada a los escaladores que no temen caerse.
Por eso arranco con un verso de Iria Fariñas para hablar de Iria Fariñas, por eso mezclo Iria poeta con Iria narradora, porque si no fuesen piezas de un magnético rompecabezas seguiría ahora mismo aquí diciendo no sé qué de Vila qué… Ok. Prosigo. Detenerme en cada cuento de Ruido de Cicatriz y analizarlos pormenorizadamente sería como describir un cuadro a través de la composición de los distintos óleos utilizados para conseguirlo. Podría en cambio bosquejar la estructura del libro al amparo de las cadencias estilísticas y temáticas que dinamizan el conjunto, y tendría para esto abundantes basas, ya que no se trata de una obra que cambie de posturas sobre el mismo asiento. Pero prefiero el trampolín de la abstracción y hablar de lo flotante, lo que carga el ambiente durante la lectura y permanece, mientras rellenamos la cerveza e intentamos mirar para otro lado, como una cicatriz –perdón por el atajo-.
Y eso que flota es el leve sonido de una interferencia que el hábito torna inaudible pero que, guarecida entre celebraciones y platos sin lavar, nos asecha desde que arrancamos la primera fruta sin saber que el árbol éramos nosotros, y que nosotros, por tanto, no es más que un disfraz de la otredad. Y si algo propone la literatura es precisamente el viaje hacia lo otro, y los personajes de este libro son puertas de esos territorios que creíamos ajenos hasta que nos interfieren, y aunque parezca que ahora cuadra el argumento me refiero justamente a lo contrario, a lo que no cierra, porque lo que cierra definitivamente no deja huella y antes de colarnos en la fiesta del lenguaje para estar a salvo sería mejor poner la tele.
Por eso para decir Iria dije Enrique y luego nuevamente Iria y si continúo acabaré diciendo Julio, porque la literatura cuando va a la llaga conversa consigo misma, y los versos de Iria nadan en los cuentos de Iria y desembocan en las costas del Montevideo que hace unos meses fundó un tal Vila-Matas para alimentar la llama y conseguir que, como quería Cortázar -ya estoy diciendo Julio- acaben siendo todos los fuegos el fuego.

 

Nelo Curti.

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Mensajes en una botella

Tiempo aproximado de lectura, un minuto

Hace tiempo que me he propuesto leer los Cantos de Pound de una sentada. Si el escritor fracasado del cuento de Roberto Arlt, tras imponerse un encierro creativo, solo consiguió «una violenta intoxicación tabacosa», yo, al contrario, por no avanzar entre los versos, me veo privado del viaje psicodélico que promete Pasolini a los lectores de la obra de Pound: «leer el canto tiene el mismo efecto que debe producir, supongo, la más potente y maravillosa de las drogas». Curioso vínculo entre la fantasía del eremita y el imperativo de la maratón [im]productiva. Fantasía recurrente y banal, el refugio en un monasterio se termina con una carta compulsada por diferentes autoridades eclesiásticas que rechazan el ingreso de un pater familias en sus filas, o de quien sea. Las responsabilidades primero. Volviendo del sueño, que me ayudó a quitarme de encima los restos diurnos de una novela en la que un escritor decepcionante (Michel Houellebecq) relata como un escritor decepcionado (Joris-Karl Huysmans) se aparta del mundo, escucho en la radio al rapero Spider Zed, que traduce esta paradoja del eremita productivista para un público adolescente que no puede sino entenderlo demasiado bien: «Intento hacer speedrun con la vida pero no es un die and retry: tren de vida de desempleado eficaz, habrá que escribirlo en mi epitafio». Internet. «Edu lee «Ulises» de James Joyce en 10 días»; «Jan Fabre estrena Monte Olimpo, un espectáculo teatral de 24 horas de duración sobre 33 tragedias griegas»; «Olga Diego descansa tras dibujar 58 horas seguidas»; «La poeta Luna Miguel lee en público durante 48 horas consecutivas… y sobrevive»; «La deportista Beatriz Flamini, de 50 años, salió este viernes de una cueva en la provincia de Granada, España, donde se aisló voluntariamente por 500 días».

Creo que fue Pessoa quien dijo en su Libro del desasosiego que no leía a sus contemporáneos porque ya conocía lo que escribían. ¿Para qué, entonces, leer a Pound? ¿No hacemos nosotros, poundcitos de bazar barato, lo mismo que él, intentando desesperadamente salvar fragmentos del naufragio? Pero ¿es un ejercicio de conservación penoso? Sin duda, ¿que la indiferencia hacia el contenido es cada vez más atroz? Cierto. Pero, al margen de que tu ignorancia sea más profunda y consistente que la de un viejo poeta campesino de la América profunda fascinado por la cultura clásica y oriental, el principio es la misma histeria por salvar algo que, como condición de su rescate, se vuelve parcial o totalmente opaco. Agamben, en el prólogo a la edición completa que tradujo Jan de Jager, dice que Ezra Pound «frente a la destrucción de la tradición, transforma la destrucción en un método poético», asume el lugar del escriba encargado de la transmisión, pero sin que quede claro si «puede ser verdaderamente leído». Hay una duda, entonces. Y ya pasó el prólogo, die and retry:

Canto I: Y entonces descendimos a la nave / Enfilamos la quilla a la rompiente…

Anselmo Rodríguez.

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Episodio:

Escaleras

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Como indica el título, en este episodio divagamos sobre escaleras. Tal vez quedó un producto moderadamente entretenido, que marida bien con alguna actividad manual que quiera usted hacer en casa. También sirve para aplacar, durante los paseos, la rumiación neurótica que pueden sufrir muchas personas cuando ejercen de runners o senderistas.

Sobre  el contenido, para muestra un botón, o dos: Juanma nos charló sobre las andanzas de Le Corbusier en Nueva York, Sebastián habló un poco sobre las gemonías.


Editorial

Cuando alguien nos pregunta acerca de las funciones de una escalera solemos responder con suficiencia que son dos: subir y bajar. Pero por poco que tiremos de la pregunta nos da ganas de delimitar más las cosas. No quiero detenerme demasiado en algo obvio, pero, por ejemplo, tanto subir como bajar son acciones que tienen un límite natural bastante claro. Miles de turistas se agolpan en una larguísima escalera para visitar cada año la Cascada de los Cántaros en el bosque valdiviano, ni un solo turista se eleva más allá de sus 700 escalones. Y no se trata tampoco de un límite meramente técnico: la imaginación también opta por otros medios cuando se trata de llegar al cielo: Jack tuvo que subir por una planta de habichuelas, y en las ascenciones religiosas puede haber colchones de nubes y ángeles, es rarísimo encontrar una escalera. Es cierto que hay una metáfora, existen las escaleras al cielo, pero llevar esa figura a una imagen es ridículo y vulgar. Pensar en que las escaleras al cielo dibujan una sucesión de escalones zigzagueantes es tan burdo como imaginar que asaltar los cielos es calzarse unas caretas del presidente Nixon, antifaces y bolsos estampados de símbolos del dólar para obligar a San Pedro a entregarnos unas llaves. En todo caso, lo que quiero decir es que no debemos apresurarnos a responder que hay solo dos funciones, porque hay, al menos, tres: las escaleras también sirven para quedarse en el mismo sitio. No digo algo tan absurdo como que toda la superficie terrestre es una escalera cuya alzada, en algunos casos como en de la Pampa, puede ser es igual a cero, al fin y al cabo siempre estamos avanzando sobre algún tipo de desnivel, tampoco les propongo acampar en el estrecho espacio de un escalón. Me refiero a que pensemos en las escaleras pero no en el rellano o el portal y que descartemos toda metáfora de progresos y caídas. Ni hablar de aquella oposición que han querido hacer algunos arquitectos y artistas contemporáneos entre las escaleras y los ascensores, porque esto no puede explicar nada de las escaleras mecánicas ni de ese desplazamiento que ocurre desde los escalones hacia los engranajes, igualmente escalonados donde muerden las correas. ¿Qué queda? Lo más habitual es que la escalera se convierte en un testigo, y en cuanto se introducen las memorias y las relaciones entre las personas, las escaleras se nos aparecen como una fuente inagotable de pasiones humanas, un ovillo enredado de hilos cortados, una bola cómica y patética, es decir, una comunidad de vecinos. Pero podemos llevar las cosas aún más lejos: ¿qué puede querer decir vivir en unas escaleras o pensar las escaleras al margen del flujo y el tránsito? Quizás, lo más denso que encontremos sean objetos literarios. No hemos avanzado ni un milímetro desde que Georges Perec nos alertase sobre un problema que hasta esta tarde había quedado descuidado: No pensamos lo suficiente en escaleras.


Como siempre, cortina de Boris Garcés. Un tema de Diego Monachelli al final, Divertimento para caracoles, y dando la chapa estuvimos Sebastián Miras, Juanma Agulles y Pedro Coiro.

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Mensajes en una botella

En el Costa Concordia

Vicente Gutiérrez Escudero nos envió un texto que gira en torno a las metáforas del naufragio. Es un texto sugerente, que inaugura una nueva sección, mensajes en una botella, en la que esperamos publicar textos de oyentes y amigos sobre cuestiones que tratamos en el programa de radio. Hay algún desacuerdo en cuanto a la noción de élites que el autor emplea, al lugar de la responsabilidad y la idea de un timón, pero se trata aquí de abrir el blog a diferentes posiciones, que no necesariamente coincidirán con las nuestras.


En el Costa Concordia

Numerosos autores –como es el caso de Jorge Riechmann o Will Steffen- han comparado la deriva actual del capitalismo termo-industrial con la imagen del Titanic aproximándose al iceberg. Según esta analogía el capitalismo, al igual que el célebre trasatlántico, se dirige hacia su propio hundimiento en el sentido de que no puede escapar a sus límites externos e internos, como por ejemplo la crisis de valorización del capital o los efectos ya irreversibles del Cambio Climático y el ecocidio en marcha. Entonces, puesto que el Titanic va a hundirse, la cuestión clave, se nos dice, radicaría en cómo maniobrar no tanto para evitar el impacto -algo ya inevitable- como para que el choque sea lo menos nocivo posible y crear así las condiciones más óptimas para el salvamento de pasajeros. Hay quienes incluso aseguran que en los momentos previos al choque del Titanic con el iceberg hubo tiempo suficiente para desmontar los camarotes de primera clase y construir improvisadamente con todo el material obtenido improvisadas barcas de salvamento, pateras o rudimentarias estructuras flotantes.

Pero otros muchos autores han llegado a asegurar que el impacto ya se ha producido y que el Titanic está ya hundiéndose. Esta analogía adquiere pleno sentido si tenemos en cuenta que desde 1972, año en que se publicara el célebre informe Los límites del crecimiento encargado al MIT por el Club de Roma, los que pudieron hacer algo no hicieron nada para frenar el Cambio Climático ni tampoco para prepararnos para el descenso energético que se avecinaba, de modo que se podría decir que ya hemos chocado con el iceberg y que estamos en la catástrofe. Ciertamente llevamos siglos habitando la catástrofe y los supervivientes estaríamos esperando la llegada del Carpathia -que en esta analogía podríamos identificar con la tecnología por venir o con nuevas fuentes de energía hasta ahora desconocidas- con la esperanza de que nos saque cuanto antes de las gélidas aguas de la descomposición del Estado del bienestar.

En cualquier caso, aun suponiendo que el choque no se haya producido, hemos de insistir en el hecho de que las élites actuales no están haciendo nada para evitar un impacto violento, ni siquiera para preparar a sus pasajeros para el choque que se avecina. Es más, los actuales propietarios del mundo actual poco tienen que ver con las élites ilustradas de siglos atrás, que eran las clases más instruidas e informadas de entonces y que poseían un amplio conocimiento del planeta en el que vivían. En el caso del capitalismo fosilista el capitán que maneja el timón está pensando ya en cómo poder huir del barco cuanto antes, si es que no lo ha abandonado ya.

Si tenemos esto en cuenta creo que una analogía más acertada sería la del encallamiento y hundimiento parcial del crucero Costa Concordia, que en 2012 naufragó frente a la isla de Giglio en Toscana, y en cuyo accidente por cierto murieron 32 personas. En aquel suceso -a diferencia de John Smith, el capitán del Titanic, quien se hundió con su propia embarcación- el por aquel entonces capitán del crucero, Francesco Schettino, abandonó cobardemente la embarcación, y lo hizo por cierto junto con una joven azafata que trabajaba en el crucero. Al igual que Schettino, la alta élite que dirige el mundo, sabedores de lo que va a suceder, está asegurándose su propia supervivencia; está organizando ya su huida para refugiarse en sus yates de lujo, mansiones amuralladas o islas privadas. Tanto las élites industriales y financieras como la casta política que dirige los estados, bajo el disfraz de un capitalismo verde, han optado por una huida suicida hacia delante; están pensando ya en como saltar del barco antes de que éste encalle o se hunda por completo, abandonando a su suerte a los pasajeros y tomando las posiciones más ventajosas en el nuevo mercado energético, basado en las llamadas energías renovables. En otras palabras: están pensando en cómo salvar su culo y sus privilegios, garantizando sus procesos de acumulación en los escenarios venideros.

Otro elemento que refuerza la analogía con el lento proceso de declive energético es que el Costa Concordia, a diferencia del Titanic, permaneció dos años varado antes de ser desguazado en Génova. Es un detalle muy significativo que nos recuerda que el capitalismo fosilista ya ha encallado y que lo que tenemos ante nosotros no es más que su estructura semihundida, indolente, desamparada e inmóvil, eternizando su condición de náufrago. En realidad, estamos siendo testigos de un colapso sistémico que se inició décadas atrás y que es tan gradual que, de algún modo, no lo percibimos como colapso, pero bien sabemos que tarde o temprano terminará por hundirse del todo en el océano de la historia o, al menos, por ser desguazado en una reestructuración capitalista venidera.

Ahora bien, la analogía falla si tenemos en cuenta el destino que les deparará a los responsables del desaguisado; si el excapitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, fue finalmente condenado a 16 años de prisión por los delitos de naufragio y homicidio culposo, estas élites cortesanas no sólo se van a ir de rositas sino que, si no lo evitamos, van a pasar a la posteridad como los verdaderos paladines de una transición energética que, curiosamente, está beneficiando vía subvenciones estatales y ayudas europeas a las mismas élites industriales cuya actividad bélica y ecocida ha sido la verdadera responsable de la destrucción del medio ambiente de las últimas décadas.

23 de marzo de 2023.

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Bajos fondos

Este episodio es una conversación en torno a los bajos fondos, sus representaciones y su lugar en el imaginario. Hablamos, pues, de una realidad sobre la que nos preguntamos si es tan real como parece.

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Algunas referencias que salieron en el programa:

Dominique Kalifa, Los bajos fondos: historia de un imaginario; Neil Smith, La nueva frontera urbana: ciudad revanchista y gentifricación; Charles Dickens, Historia de dos ciudades; Victor Hugo, Los miserables; Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra; Valle-Inclán, Luces de bohemia; Ann Radcliffe, Los misterios de Udolfo; Bronislaw Geremek, La estirpe de Caín; Anónimo, Liber Vagatorum; Juan Luis Vives, El tratado del socorro de los pobres; César González, El fetichismo de la marginalidad; Jack London, El pueblo del abismo; George Orwell, Vagabundo en París y Londres; Mike Davis, Planeta de ciudades miseria; Lewis Mumford, La ciudad en la historia; las películas Bajos fondos, Casque d’or, Togo y Viridiana.

Si el oyente quiere conocer más sobre estas referencias, la fecha, la editorial o, en un terreno más personal, cómo llegamos hasta ellas, puede escribirnos a naufragioenmarcha@proton.me

 

Editorial

Por ahí no pases, que te van a robar. A estas horas hay barrios que se ponen un poco densos. No te busques problemas, andá a pasear por un lugar tranquilo, y tempranito, si es posible, que las personas peligrosas duermen. Pero la gente quiere tener «su propia experiencia». Y le arrebataron, como era natural, la más linda de sus propiedades. No hablo de una cosa jurídica. Escribe sobre ella Henri Michaux:

Estas propiedades son mis únicas propiedades y en ellas vivo desde mi infancia, y puedo decir que son pocos lo que poseen unas más pobres.

Volvió tarde, con el cuerpo entero y sin heridas. Tenía poca hambre porque ahí había encontrado una panadería que tenía masacotes de agua, azúcar y harina parecidos a los de la esquina de casa, tal vez un poco más llenos de aire, quizás más resecos. El viaje, eso sí, había sido un caos, por el contraste entre la excesiva quietud de la espera en la estación -como un 20 por ciento de batería del teléfono, unos cuantos datos en videos sobre un australiano que hace arquitectura con un palo y un río- y el temblor que, según la perspectiva, tendría su fuente en los accidentes del pavimento o en los amortizadísimos resortes del 503. Se bajó del autobús, caminó un rato para llegar, le sorprendió ver a un viejo conocido, charló diez minutos, recorrió una barbaridad de calles y se volvió. Nada había sucedido, pero ningún recaudo había sido suficiente. Como siempre, el que quería hacer su propia experiencia engrosa ahora las filas de los que advierten al inexperiente. El que no puede dar mal ejemplo da buenos consejos. En el barrio chungo lo habían desvalijado y al mismo tiempo no se había librado de ningún peso, el transporte público trajo los mismos 73 kilos de humanidad civilizada y zapatillas y cacharros y mochila con libro, tickets arrugados y repelente para los mosquitos. Fue el robo más sutil, sin ejecutores, sin que medie la fuerza ni el salvajismo, sin navajas ni pistolas, sin trileros ni cuentos, sin contacto físico ni intercambios, nuestro héroe perdió, en cambio, cada una de las representaciones, personajes y estrafalarias situaciones que se había figurado para una noche de paseo por los bajos fondos.


Esto lo hicimos Juanma Agulles, Sebastián Miras y Pedro Coiro. La canción con la que abre el programa es de Boris Garcés.