Conversamos sobre principios y finales, más que nada sobre cómo empiezan las novelas, desde Diderot hasta Pablo Katchadjian, pasando por Lautreámont, aunque nos ocupamos también de la serie Lost y del gran finalista Dorando Pietri.
La sintonía es de Boris Garcés, el tema de clausura de Diego L. Monachelli, y en el medio hubo un tema de Virus, que se llama Destino Circular.
Los que hablamos somos Juanma, Sebastián y Pedro.
Editorial
Siendo yo adolescente, en una mesa de adultos fanfarrones, escuché hablar de un pendenciero que en algún bolsillo hacia notar un paquete de cigarrillos y se paseaba con actitud provocativa por los barrios más picantes de la ciudad para negarse a convidar. No es una cosa demasiado espectacular, pero me sorprendió escuchar esta anécdota más tarde, y contada por otros fanfarrones sin conexión con los primeros. Entonces, debía existir un código entre peleadores, como una contraseña, como una primera oración demasiado manida en el texto de la trifulca.
No es tan raro que alguien pueda acercase a los demás para no convidarles un cigarrillo; hay gente que se acerca a los demás para eliminarlos, existen datos empíricos que lo confirman, lo que resulta un fracaso desde el punto de vista de las relaciones personales, que necesitan siempre más de una parte. En todo caso, hay problemas prácticos del comienzo de la relación que no desaparecen cuando el otro es un enemigo. Siempre hay que empezar de alguna manera. Imaginemos que tenemos que escribir una amenaza de muerte. Lo primero que haremos será acercarnos al kiosko de prensa, el kioskero nos preguntará si es para una carta anónima y nos recomendará la tipografía variada de tal o cual revista. De vuelta en casa, con tijeras y pegamento, las cosas se complican. Pegar las primeras frases de una carta de amenaza no es fácil ni teórica ni prácticamente. Nunca ha sido bien ponderado el mérito de estos textos. Generalmente ocupado en atender a los crímenes que rodean este género literario, el público pasa por alto la dificultad y el esmero que exige esta ciencia de la intimidación, la infinita cadena de presiones que pesan sobre el artesano que se ocupa de ella. Además, nunca se repara, al recibir una amenaza, al margen de sus violentas motivaciones y consecuencias, que es señal de que otra persona se ha fijado en nosotros, que ha querido tender un puente en una época de tanto aislamiento. Walt Whitman decía algo así como: « Desconocido, si al pasar, quieres hablarme, ¿por qué no has de hacerlo?». Otra cosa es el contenido de lo que tenga que decir, ¿no?, pero qué loable es la iniciativa. Quizás, una forma de reconocimiento, de cortesía a la altura del intimidador, debería ser la respuesta anónima. Pero claro, ¿cómo responder? ¿A qué dirección, dado que no hay remitente? La solución no es sencilla. Una forma provisional de resolver esta dificultad es escribir cuantas cartas amenazantes uno sea capaz de escribir y enviarlas a direcciones aleatorias. Es una idea, es engorrosa y podría desatar una guerra civil, pero todo proyecto tiene sus puntos flacos.
Siguiendo con las dificultades del género, entre las cuestiones técnicas más complicadas está el del final ¿Cómo terminar un texto de este tipo cuando por razones obvias están desaconsejadas las fórmulas y los saludos prefabricados? Quizás la mejor solución sea acabar de una manera abrupta.