Como indica el título, en este episodio divagamos sobre escaleras. Tal vez quedó un producto moderadamente entretenido, que marida bien con alguna actividad manual que quiera usted hacer en casa. También sirve para aplacar, durante los paseos, la rumiación neurótica que pueden sufrir muchas personas cuando ejercen de runners o senderistas.
Sobre el contenido, para muestra un botón, o dos: Juanma nos charló sobre las andanzas de Le Corbusier en Nueva York, Sebastián habló un poco sobre las gemonías.
Editorial
Cuando alguien nos pregunta acerca de las funciones de una escalera solemos responder con suficiencia que son dos: subir y bajar. Pero por poco que tiremos de la pregunta nos da ganas de delimitar más las cosas. No quiero detenerme demasiado en algo obvio, pero, por ejemplo, tanto subir como bajar son acciones que tienen un límite natural bastante claro. Miles de turistas se agolpan en una larguísima escalera para visitar cada año la Cascada de los Cántaros en el bosque valdiviano, ni un solo turista se eleva más allá de sus 700 escalones. Y no se trata tampoco de un límite meramente técnico: la imaginación también opta por otros medios cuando se trata de llegar al cielo: Jack tuvo que subir por una planta de habichuelas, y en las ascenciones religiosas puede haber colchones de nubes y ángeles, es rarísimo encontrar una escalera. Es cierto que hay una metáfora, existen las escaleras al cielo, pero llevar esa figura a una imagen es ridículo y vulgar. Pensar en que las escaleras al cielo dibujan una sucesión de escalones zigzagueantes es tan burdo como imaginar que asaltar los cielos es calzarse unas caretas del presidente Nixon, antifaces y bolsos estampados de símbolos del dólar para obligar a San Pedro a entregarnos unas llaves. En todo caso, lo que quiero decir es que no debemos apresurarnos a responder que hay solo dos funciones, porque hay, al menos, tres: las escaleras también sirven para quedarse en el mismo sitio. No digo algo tan absurdo como que toda la superficie terrestre es una escalera cuya alzada, en algunos casos como en de la Pampa, puede ser es igual a cero, al fin y al cabo siempre estamos avanzando sobre algún tipo de desnivel, tampoco les propongo acampar en el estrecho espacio de un escalón. Me refiero a que pensemos en las escaleras pero no en el rellano o el portal y que descartemos toda metáfora de progresos y caídas. Ni hablar de aquella oposición que han querido hacer algunos arquitectos y artistas contemporáneos entre las escaleras y los ascensores, porque esto no puede explicar nada de las escaleras mecánicas ni de ese desplazamiento que ocurre desde los escalones hacia los engranajes, igualmente escalonados donde muerden las correas. ¿Qué queda? Lo más habitual es que la escalera se convierte en un testigo, y en cuanto se introducen las memorias y las relaciones entre las personas, las escaleras se nos aparecen como una fuente inagotable de pasiones humanas, un ovillo enredado de hilos cortados, una bola cómica y patética, es decir, una comunidad de vecinos. Pero podemos llevar las cosas aún más lejos: ¿qué puede querer decir vivir en unas escaleras o pensar las escaleras al margen del flujo y el tránsito? Quizás, lo más denso que encontremos sean objetos literarios. No hemos avanzado ni un milímetro desde que Georges Perec nos alertase sobre un problema que hasta esta tarde había quedado descuidado: No pensamos lo suficiente en escaleras.
Como siempre, cortina de Boris Garcés. Un tema de Diego Monachelli al final, Divertimento para caracoles, y dando la chapa estuvimos Sebastián Miras, Juanma Agulles y Pedro Coiro.